domingo, 31 de enero de 2010

Los efebos del conquistador


El fin del Imperio Bizantino –heredero directo del Imperio Romano- marcó también el ocaso definitivo de la antigüedad, e históricamente señala el fin de la Edad Media.
Durante mil años la ciudad de Constantinopla, protegida por las murallas de Teodosio, había desafiado al mundo “pagano”. Siglo tras siglo, mogoles, tártaros y turcos atacaron en vano la ciudad invencible, seducidos por el brillo de sus cúpulas y la leyenda de sus tesoros.

Políticamente romana, culturalmente griega, la ciudad era la admiración y envidia del resto del mundo.

Sedas y porcelanas, espejos dorados, damascos, joyería esmaltada, cálices de oro, arquetas de sándalo y ébano, piedras preciosas, tapices y cerámicas, atestaban los cofres del tesoro de esa urbe que con miles de cúpulas brillantes refulgía como nube dorada sobre el azul del Bósforo y las tranquilas aguas del Cuerno de Oro.

No sabemos si realmente la historia de la caída de Constantinopla fue tan terrible como la cuentan los historiadores occidentales.

De todos modos, siempre que en la antigüedad una ciudad caía en manos de sus enemigos, se cometía todo tipo de atropello.

Leemos algunos extractos de la Historia Universal de Oncken (1890):



Sin aviso especial ni señal extraordinaria, a las dos de la mañana del martes 29 de mayo de 1453 empezó la agonía postrimera del imperio y del pueblo bizantinos.

Mientras todas las campanas de la ciudad tocaban a rebato y todas las mujeres estaban prosternadas en las iglesias dirigiendo en su desesperación ardientes plegarias al Altísimo, los hombres consiguieron rechazar las embestidas de los turcos por algún tiempo.

Pero estos finalmente lograron entrar a la ciudad, principalmente por las puertas llamadas Circoporta (o Xilocerco), Romanos y Carsias.

El emperador Constantino, peleando como uno de tantos guerreros sin distintivo alguno, buscó y encontró la muerte de los héroes.

Más de 60.000 personas cayeron prisioneras; pero la peor suerte cupo a muchos millares de infelices de todas edades, sexo y clase, que a las 6 y a las 7 de la mañana se habían refugiado en la catedral de Santa Sofía, donde estaban esperando en oración, confiando en antiguas profecías, el milagro de una victoria en el último instante.

No hubo tal milagro; los vencedores abrieron las puertas a hachazos, sacaron a los cristianos que quisieron para venderlos por esclavos, deshonraron a los jóvenes de ambos sexos, destruyeron y profanaron los objetos sagrados, celebraron orgías, alojaron a sus caballos en el mismo interior del templo y por último empezaron a destruírlo hasta que el sultán en persona llegó a la ciudad, los arrojó de allí y puso fin a su obra salvaje.


(En el justo momento de la entrada de los turcos, un sacerdote celebraba la misa; y levantando el cáliz sagrado, huyó despavorido penetrando milagrosamente a través de un grueso muro. La leyenda dice que el día que Santa Sofía sea restituida al culto cristiano, volverá a abrirse el muro y el sacerdote terminará la misa interrumpida.)







En la tarde del 30 de mayo, a la vuelta a su campamento, Mahomed II visitó de paso el palacio de las Blaquernas, saqueado bárbaramente como toda la ciudad aquel día y los dos siguientes; y obedeciendo a la impresión que le causaron la devastación y la triste soledad del edificio poco antes suntuosísimo, repitió las palabras siguientes de un poeta persa que en esta ocasión fueron como una inscripción fúnebre en la losa del sepulcro en que yacía el imperio de los Constantinos:


«Ahora la araña es portera
 en el alcázar del emperador. 
El mochuelo da el santo y seña 
en el palacio de Afrasiab.»

Después pasó Mahomed a celebrar su victoria. El banquete con que se celebró se transformó pronto en orgía, y el sultán ebrio mandó a Notaras la orden de que le enviara a su hijo, hermoso niño de 14 años; y como el desgraciado padre comprendió el objeto de la llamada, no quiso entregar voluntariamente a su hijo ni para ser paje musulmán ni para servir a la pasión insana del sultán. Mahomed al recibir la negativa se alteró, y sus instintos feroces se despertaron en toda la horrorosa realidad que da un tinte tan lúgubre y repugnante a la historia del conquistador de Constantinopla. Para castigar la desobediencia de Notaras mandó a su verdugo decapitarle a él, a su hijo mayor y a su yerno.


Entonces fueron también decapitados el veneciano Minotto y el cónsul catalán Julián con sus hijos mayores, porque Mahomed se reservó los muchachos y muchachas jóvenes y bellos para su harem.

No es raro que al caudillo Mahomed le haya salido a relucir la parte bestial de su naturaleza.
Aunque también lo vemos recordar una vieja poesía. 
De hecho, aquel joven sultán de veintitrés años, de ojos bellos y nariz curva, gustaba de leer clásicos en latín.
Algo brillaba dentro de aquel hombre.
Y también brilló en ese momento su lado más celestial, es decir, su atracción por los jovencitos hermosos.
Lástima que todo fuera mezclado con sangre y con dolor.






Pero podemos imaginarnos una escena ideal, en la cual el conquistador –conquistado por la belleza de aquellos efebos-, ya pasado el momento de la barbarie, les pide perdón a sus jóvenes amantes por la pena que les causó.
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Imagen 1:
Mahomed, acuarela del siglo XV

Imagen 2:

Fragmento de un cuadro de Blondel, 1840

Imagen 3:

Encuentro de Telémaco y Ulises, por Doucet

La leyenda del sacerdote que atraviesa el muro es citada por el arquitecto Vazquez Barriere en el artículo "Constantinopla", Suplemento Cultural de El Día, 31 de agosto de 1969.