miércoles, 1 de agosto de 2012

Roger Peyrefitte en 1958: saludo a América Latina



En mayo de 1958, el Suplemento Cultural de El Día (de Montevideo) publicó esta entrevista de Abelardo Arias con Roger Peyrefitte en París.
Abelardo Arias, en colaboración con Renato Pellegrini, fue quien tradujo a nuestro idioma "Las amistades particulares".
Esta entrevista es especialmente interesante para nuestra América Latina, ya que el escritor francés envía un mensaje a nuestros jóvenes escritores de entonces, los que habrían de protagonizar pocos años después el "boom" de nuestra literatura a nivel mundial en la década del 60.
Me gustaría saber si las fotos de "esa joven amiga y admiradora que lo ha acompañado en su ultima peregrinación a Grecia" -como dice Arias- eran realmente de alguien del sexo femenino, o el periodista no tuvo más remedio que cambiarle el sexo para que la nota fuera publicable en aquel entonces.


"Pastores Virgilianos", ilustración anónima (ca 1820)
que inspiró el anterior dibujo de Goor


Las ilustraciones que elegí para este post -salvo cuando se indica lo contrario- están tomadas de la web y son de Gastón Goor, de quien también se habla en la nota como acompañante de Peyrefitte en aquellos años.
He aquí el texto:


Caminamos rumbo a su casa de la Avenida Hoche, muy cercana a la Estrella y su Arco de Triunfo. Con su conversación llena de imágenes, el pintor Goor  -que ha ilustrado una muy bella edición de "Las Amistades Particulares", la obra que sigue siendo la cumbre de Roger Peyrefitte y la que justifica su fama de gran escritor- da la impresión de ser el más tranquilo de los tres. El más combatido y elogiado de los escritores de nuestro tiempo está nervioso. Era por una simple y baladí historia de un remedio que no llegaba o que debía cambiar en la farmacia de la esquina. Nada de importancia; pero Roger Peyrefitte estaba nervioso. Esta era la estela que dejaba tras su alegre y socarrona risa; tras un muy simple y simpático almuerzo en un restaurante del barrio.


He visto a Roger Peyrefitte en 1952, en 1955 y ahora. Vale decir que he podido seguir en su persona física la evolución de la fama. Es como si hubiera asistido a tres episodios del film de su vida. Lo he visto encanecer sin envejecer: su espíritu sigue lozano. Al revés de la mayoría de los escritores, su cordialidad aumenta con la nombradía. En este tremendo mundo literario de París, donde todos luchan por lograr un puesto, y donde se llega a muchas bajezas para lograr la gloria, todos, sin excepción alguna, aún los más rencorosos habladores, todos me han elogiado la generosidad espiritual y material de Roger Peyrefitte. "Es un buen amigo, leal a sus amigos de siempre", oigo decir; y por mi parte me consta que ayuda silenciosamente a artistas que lo necesitan. Los millones que continuamente le traen sus "libros de escándalo" no sólo se transforman en obras de arte, sino en ayuda a quienes las crean.




Cuando Goor se va, una vez que ya en casa de Peyrefitte hemos recorrido las habitaciones principales y admirado las piezas que han enriquecido su famosa colección, el autor de "La muerte de una madre" vuelve a sentarse en la silla del escritorio, como dispuesto a sufrir el interrogatorio. Hasta entonces hemos conversado libremente, con la seguridad de que todo habría de comenzar cuando le tendiera el micrófono de mi grabador portátil; somos una especie de actores que esperamos se alce el telón.




Echo una última mirada a ese bello mueble del Renacimiento, de lapislázuli y marfil, que acaba de comprar en su bienamada Italia, que por boca del Vaticano ha comenzado a atacarlo duramente y, sin duda por la lógica asociación de ideas, le digo:
-Me gustaría comenzar por la pregunta más quemante: se dice que usted es un escritor que ama el escándalo, ¿es cierto?
Sin la menor duda, responde:
-Es una forma, como cualquier otra, de decir que amo a la verdad; porque la verdad siempre produce escándalo, pues los hombres no están acostumbrados a escucharla; pero lo que me place en el escándalo que practico es darle como límite los del arte, lo cual impide a mis obras llegar a ser escandalosas en el mal sentido del vocablo, pero les permite serlo en el sentido estético del término. Por consecuencia, me parece que el escándalo está en la raíz de toda obra realmente nueva, porque la novedad siempre produce escándalo; también, en toda obra que pretende ser bella, pues la belleza produce escándalo; y de toda obra que pretende reformar la sociedad. Y bien sabemos nosotros que contra tales obras siempre se coligan el conformismo, los prejuicios y la hipocresía; por consecuencia, una obra que causa escándalo lo causa a los hipócritas.




De pronto, recuerdo que durante el almuerzo. me ha dicho algo que, al respecto, le comentara un profesor italiano, y le ruego me lo repita.
-Seguro –me contesta-, y hasta recuerdo su nombre: es el profesor Toffani, de la Universidad de Nápoles, y que tuve el placer de conocer recientemente en esa ciudad encantadora.
Cuando Peyrefitte pronuncia la palabra charmant, relacionada con Italia, tengo la impresión de que la usa con singular deleite; es como si allí hubiera encontrado la máxima expresión de ella.




-Me dijo -continúa sonriente-: Nada me divierte tanto como escuchar constantemente gritar "escándalo" en cuanto se refiere a usted; porque la gente sólo advierte la apariencia y jamás el fondo; gritan: "Escándalo!", y no se dan cuenta que ese escándalo que les golpea, es un golpe de cuño clásico, y que la palabra que les escandaliza les enseña algo y, pueda ser, muy en particular, a reformarse.


-Ya que estamos en esto -le digo-, ¿qué piensa de la maledicencia?
Me sonríe con algo de reprensión, como podría hacer algún profesor de sus novelas a un alumno que tendiera su plato para repetirse una golosina; pero ello no obsta para que conteste:
-La maledicencia es una conversación de salón, una habladuría; el escándalo, en cambio -para volver a esa palabra temible- pertenece a un rango más alto; es por esto que, habiéndome limitado a mí mismo por medio de las reglas del arte, evito la maledicencia pero no el escándalo.


Comprendo que ya me ha dicho cuanto deseaba sobre el tema, y esto nos produce, a ambos, una sensación de evidente alivio; el campo ya está despejado para alguna pregunta menos molesta. 
A la de cómo ve el panorama literario de Europa, responde:
-No pretendo otorgar laureles superfluos a mi país, ya que la gloria literaria de Francia podría pasarse sin nuevas glorias, pero, en verdad, creo que las letras francesas son la avanzada de la Europa literaria. No es, por cierto, un vano signo el que el último Premio Nobel de Literatura haya sido otorgado a uno de nuestros escritores, como sucedió con otros después de la última guerra. Y no es uno de nuestros menores consuelos, entre tantas desgracias, ver que en Francia, las artes y las letras siguen en el cenit. Esto no quiere decir que, lejos de todo chauvinismo —y todos saben que soy lo contrario—, no vea en esta constelación a las letras inglesas; a las alemanas, que conservan nombres conocidos de la anteguerra; las italianas, que tanto conozco y donde la pléyade de escritores es muy importante, desde Moravia, que conserva su lugar, hasta nuestro Carlo Coccioli (*), uno de los más jóvenes que ha alcanzado la gran nombradía; las letras rusas, que no conozco mucho ni sé en qué medida forman parte de las europeas; las letras griegas que vemos brillar con Kazantzakis, que ha escrito dos libros notables; las egipcias, donde se encuentran tantos poemas compuestos en medio de las agitaciones políticas; en España, con el nombre de Gironella, que obtuvo el premio Cervantes, y aquí, en Francia, conocemos también a Castillo, cuyo libro más reciente llama la atención; además: Villalonga, Goytisolo...; de Portugal no podría citar nombres actuales, pero sí el de Eça de Queiroz, que fue diplomático, también; y todo esto bastaría para mostrar que la literatura europea permanece viviente.



Terminada esta larga enumeración, creo llegada la oportunidad de preguntarle cuál es el recuerdo más encantador de su último viaje por Italia.
-Contrariamente a todo lo esperado, a lo esperado por mí mismo al menos —me contesta— pasé todo el verano en Capri, y digo esto porque creía conocer bastante la isla, hasta le había dedicado un capítulo en mi libro "Del Vesubio al Etna", y pensaba haber terminado con ella. Creía también que pese a su belleza perfecta, ya no se podía vivir en ella por causa de su éxito. Le pasaba como a muchos autores a los cuales no se los lee porque tienen demasiado éxito; y bien, como sucede a muchos de éstos, la isla merecía su éxito. Pensé, que sobre ella no se había escrito ningún libro valedero; y, precisamente, mi pretensión será la de llenar esa laguna. Y para responder a su pregunta, estimado Arias, le diré que mi recuerdo más encantador está ligado, necesariamente, sino a la isla, por lo menos a la región.


No comenzaré con una descripción que pronto haré literariamente. Ese recuerdo está ligado, sin embargo, a una puesta de sol en la península de Sorrento, frente a Capri. Estando en la villa de un amigo, en la punta llamada Belvedere, habíamos ido hasta un lugar que tiene el magnífico nombre griego de Hyerantos; es una bahía desconocida casi, secreta, a la cual se llega luego de larga caminata, y digo larga, porque nuestra época ha olvidado caminar. ¡Y sólo Dios sabe cuántos aparatos se han inventado para andar menos, y cada vez más alto! Y aquí hago un paréntesis para decir que uno de los grandes encantos de Capri, es que Ia mayoría de la isla sólo puede visitarse a pie. Pero volviendo a nuestra península, la larga marcha hasta Hyerantos, me recordaba las que es necesario hacer en Grecia para visitar todos los lugares que merecen la pena. Y fue allí donde experimenté una emoción verdaderamente griega, ante ese pedregal, ante ese mar en cuyo horizonte aparecía Capri. En esa hora del crepúsculo, el amigo que nos había conducido, leyó algunos de sus bellos versos. Fue un momento verdaderamente raro, uno de esos en que se olvida la política, los peligros, los satélites, los amigos y enemigos; estábamos como en una especie de corte platónica, de corte de amor, parnasiana, pensando en la belleza de las cosas eternas; todas esas cosas que parecen alejársenos cada vez más, y a las cuales, no obstante, aún resulta posible evocarlas en ciertos lugares.




A través de sus palabras voy reviviendo ese paisaje de la costa amalfitana, que me parece una de las más hermosas del mundo. Sin desearlo, mis ojos han quedado fijos en una fotografía, en la cual y sobre un fondo de paisaje del Mediterráneo aparecen Peyrefitte y esa joven amiga y admiradora que lo ha acompañado en su ultima peregrinación a Grecia. Todos saben que esta viva admiración comenzó por correspondencia; esto me incita a preguntarle sobre la importancia que la correspondencia de sus lectores ha tenido en su vida de artista.
Casi con placer me contesta:
-Es verdad; he recibido numerosísimas cartas, y debo confesar que han sido para mí una inmensa fuente de coraje, de ánimo. Nadie ignora que una carrera literaria, antes de estabilizarse, está llena de altibajos. Después de la iniciación, que no puedo menos que considerar brillante, con "Las amistades particulares", mis dos o tres libros siguientes recibieron rayos y centellas de todos los críticos que sólo me creían capaz de escribir ese libro; así pasa siempre cuando la gente opina que uno ha comenzado demasiado bien. En esa época, amén de la fe que pudiera tener en mí mismo, y el apoyo de mis amigos, lo que me sostenía eran los lectores. Nadie puede imaginar la importancia que, en determinados momentos, puede tener la carta de un lector. Para mí han sido fundamentales, en particular en "Jeunes proies" mi anteúltima obra, en cuya primera parte me he servido de la carta de un lector, y en la segunda de una lectora. Nada en ella es fruto de la imaginación. Y cuando uso la primera persona en mis libros se me puede creer bajo palabra.
Mientras le escucho decir esto, mi vista ha pasado desde la foto de la consola hasta las de ese portarretrato que en el escritorio ha reunido las de esas dos personas, como lo sé desde mi viaje anterior.
A un hombre que en esta época de las confesiones, como podríamos llamar a la época literaria de hoy, tiene el coraje de usar la primera persona, huelga esta especie de preguntas.


Distintas ediciones en español de "Las amistades particulares". De izq. a der.:
Tirso (1956, dibujo de Andrea del Sarto), Sudamericana (1971)
y Edhasa (1978, diseño de tapa por Nelson Leiva).



Sólo me resta pedirle su experiencia en forma de mensaje para los jóvenes escritores de la América Latina. Helo aquí:
-¡Los jóvenes escritores de la América Latina! Palabras que suenan extrañamente en un oído francés y en un corazón latino. Nada puede haber de más exultante para un hombre de nuestro tiempo, que escribe y que vive su época, que el pensar que allende los mares, como suele decirse, su propia raza está representada por hombres que viven y escriben que son, ellos también, los testigos de su tiempo y, a veces, hasta los inspiradores y los correctores o reformadores, como ya dije, en la medida que posean el coraje necesario, porque, retomando la primera pregunta, no origina escándalo, ese escándalo que merece el nombre de tal, quien quiere sino quien puede. Por ello, diría a mis jóvenes colegas de la América Latina, les pediría, en la medida que pudiera hacerlo, que permanezcan orgullosos de ese nombre de latinos; que en este mundo de hoy, por desgracia, cada vez más turbulento, representa una de las palabras que conserva mayor sentido y mayor grandeza.


Cuando, una vez en la calle, avanzo hacia ese Arco del Triunfo, de tan latina esencia, pienso en este extraño escritor cuyas novelas antidiplomáticas, como "Las Embajadas" y "El fin de las embajadas", han causado tanto revuelo. Vuelvo a escuchar las palabras de su mensaje, ante el cual desapareció el más remoto rastro de nerviosidad; ese mensaje tan profundo de intención para nuestra América, y cada vez me afirmo en la idea de que este escritor es como tal y como persona esencialmente diverso de lo que creen sus conocedores superficiales; vale decir: de aquellos a quieres les complace escandalizarse y encuentran en el escándalo un sucedáneo de la maledicencia.


Abelardo ARIAS
París (Especial para EL DIA)
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(*) Recordemos que "Las amistades particulares" empieza con una frase de Coccioli:
"No se describe al hombre sino esbozando su contorno".
Esta frase, al parecer, también dio nombre a la colección en la cual aparece la edición más antigua que conozco en nuestro idioma, la de Editorial Tirso; la colección se llamaba "Los contornos del hombre" (incluía también la obra de Henry de Montherlant "La historia de amor de la rosa de arena").
Una curiosidad de aquella vieja edición es que incluye una disculpa ya desde que arranca el comentario en la solapa: "Ediciones TIRSO ha dudado mucho sobre la conveniencia de publicar este libro..."
Y termina diciendo:
"Sólo nos resta indicar (pues Ediciones TIRSO prefiere rechazar a sorprender a un lector), que no es un libro para todos."

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