lunes, 16 de noviembre de 2009

Adriano según Alberto Nin Frías


Los invito a leer el capítulo que Nin Frías dedica a Adriano en su libro “Alexis”.
Respetamos la ortografía inglesa que solía emplear el autor para los nombres del mundo clásico.


HADRIANO O EL ESTADISTA

EN EL CUAL SE RETRATA A ESTE REFLEXIVO ESTADISTA EN SUS ACIERTOS Y EN SUS FLAQUEZAS, LOS CUALES, AUN TRATANDOSE DE LA VIDA DE LAS RAZONES MAS AFORTUNADAS, NO SE DAN LOS UNOS SIN LAS OTRAS.

El temperamento urano se observa en la naturaleza de los tres primeros Antoninos, Nerva, Trajano y Hadriano. Ello no obstarte, fueron estos emperadores los valores mentales, políticos y morales más altos de la dignidad cesárea. Los emperadores Trajano y Hadriano eran iberos.
Gibbons afirma, y con sobrada razón, que la época más dichosa en la historia de la Humanidad fué aquella que transcurrió entre la muerte de Dominiciano y la ascensión de Cómodo.
Hadriano (117-138), después de Marco Aurelio es el emperador romano que más ha vivido en la memoria de los pueblos y en la imaginación de los artistas.
Nada definitivo presentía fuera elevado al cargo supremo, pues fué tan sólo adoptado por Trajano en su lecho de muerte.
Desde Augusto no había tenido la complicada maquinaria del dominio mundial, un administrador más hábil ni más cauteloso. Protegió con gigantescas fortificaciones el mundo civilizado que custodiaba el poder romano: se extendían ellas desde el norte de Inglaterra hasta los fines de la Germania.

Un sagaz historiador considera a Hadriano como al primero de los emperadores romanos, toda vez que la gloria de los príncipes se mida por la felicidad que proporcionaron a sus pueblos.
Su más destacado título a la gloria es el haber fundado la administración del Imperio. Hasta ese entonces la burocracia había sido confinada a la clase de los libertos. El dispuso que de ahí en adelante los cargos administrativos fueran otorgados a los hombres libres, e instituyó, además, la jerarquía. En lo relativo a la justicia compiló los edictos promulgados por los pretores desde hacía muchos siglos atrás y los hizo reunir en un texto único, "El Edicto Perpetuo".
No obstante sus grandes talentos, su honda instrucción y su afición a la belleza, a pesar de la prosperidad pública y la paz, que fueron concomitantes con su administración, no fué bienquisto de sus súbditos ni de sus íntimos amigos.
Creo poder explicar estas mudanzas de la opinión en el desequilibrio de la sexualidad del César. Su complicadísimo temperamento, variable, múltiple, desigual, voluble, excitable, sombrío, cruel a veces, dado a fantasear como es hábito entre los artistas, con los cuales mucha semejanza guarda esta curiosísima personalidad, mitad romano, mitad griego, debía por fuerza desconcertar a quienes le sorprendían suave hasta el afeminamiento con sus privados, jovenetos de belleza estatuaria, y frío y hasta perverso con aquéllos que alguna vez había tenido en gran estima. Variaba a menudo de opinión acerca de sus íntimos, y acababa por tomar ojeriza a cuantos había prodigado honores y riquezas. Amigo, a veces espléndido, otras mezquino y ruin, desconfiaba de los que amaba al punto de hacerles espiar.
El africano Cornelius Fronto, preceptor de Marco Aurelio, uno de los hombres más honrados de su época, al recordar a Hadriano, a su augusto discípulo, le retrataba de esta suerte:
"Para amar a alguien es necesario abordarlo confiadamente y hallarse cómodo en su compañía. Ello no ocurría con Hadriano. Me faltaba la confianza, y el respeto que me inspiraba restringía mi afecto hacia él."
Tampoco le fué él simpático a Trajano, aunque hiciera su pupilo cuando estaba de su mano por congraciársele. Con un escrupuloso sentimiento del deber desempeñó todos los cargos para los que fuera nombrado. Lentamente se desenvolvió su carrera política y nunca le fueron conferidos aquellos honores excepcionales que le hubieran señalado ante el pueblo y el Ejército como al sucesor presunto de su pariente Trajano, el cual era tan amado que el Senado le había discernido solemnemente el sobrenombre de príncipe excelente, "optimus princeps".
Esta falta de popularidad -y de la cual, por otra parte, es muy posible huyera, pues dado su carácter de esteta, de elevado dílettante y, sobre todo, de urano, amaba a la libre Naturaleza, los lugares apartados, la soledad, el silencio y la extrema intimidad con muy contados seres- le movió acaso a emplear sus ocios en recorrer su magnífico Imperio, y más aún la encantadora Grecia y el fantástico Egipto, buscando las Nueve Musas en el Valle de Tempe, e interrogando al coloso de Memmon, a orillas del Nilo.

Viajaba de continuo por las soberbias rutas del Imperio observando los menores detalles de la Administración pública, y preocupándose de dotar a todas las ciudades de monumentos dignos de Roma y de su amor a lo bello. Cuidaba mucho del Ejército, como si él fuera un tesoro; empero, amaba la paz con ese convencimiento de los que creen que ella sea la madre del orden, del progreso y del comercio.
Como todo urano de tipo superior, miembro de esa aristocracia de la inversión, donde caben tantos representantes notabilísimos de la especie humana, debía sufrir los desaires de una sociedad muy dada a la burla y a la sátira, y cuyos principios familiares de falsa austeridad desafiaba. Y de ahí pueden provenir las disparidades que se notan en su conducta y en sus gustos.
Su inclinación sexual, congénita o adquirida cabalmente por ir ella acompañada de una afanosa actividad intelectual, tendía a los hechizos de la civilización helénica, y mostraba por ella ese apasionamiento que constituye uno de los rasgos más constantes de la naturaleza cultural uránica.
Tanto embelleció a Atenas que se le llegó a llamar la ciudad de Hadriano. La estancia en ella enajenaba su espíritu y en comarca alguna de sus anchurosos dominios, que solía recorrer de cabo a cabo, se sentía más dichoso. Desde allí exploraba, conjuntamente con los arquitectos y artistas de su séquito, todos aquellos sitios asociados a las grandes jornadas de la Hélade. Así visitó a Mantinea, lugar de la batalla del mismo nombre, y donde descansaban los mortales despojos de Epaminondas, y compuso en honor del estadista y del genial capitán de Tebas
una inscripción sonora y conmovida. Además, fue iniciado en los misterios de Eleusis, y en la capital del Atica presidió las fiestas sacras en honor de Baco, trajeado de arconte.

Mostró desde su más tierna adolescencia una acusada preferencia por las letras de Grecia, y tanto se empapó de su saber, de su filosofía y de su retórica, que se le hizo dificultoso el hablar en otra lengua que no fuera la del Divino Ciego. No se detuvo ahí su gusto depurado, su agudeza estética: también quiso ser artista y se entregó con entusiasmo al cultivo de la danza y de la música; estudió asimismo con ahínco Astrología, Medicina, Arquitectura y Geometría.
Sparciano, biógrafo del emperador, nos relata cómo Hadriano honró y enriqueció a los catedráticos de toda rama del saber, y cómo, cuando no los hallaba aptos para cumplir bien su cometido, les alejaba de sus cátedras, después de haberlos remunerado con largueza.
En Roma fundó, sobre la colina del Capitolio, una especie de Universidad o Academia, que designó el Ateneo, y en cuyas aulas podían ser escuchados los oradores, los retóricos y los poetas de más nombradía. Esta institución formaba una suerte de Escuela Superior que abarcaba tan sólo la parte intelectual de lo que hoy día se conoce por Facultad de Filosofía. Durante su reinado empieza a hacerse sentir el agotamiento del otrora tan viril espíritu romano como fuerza ascensional, y así toda la savia intelectual del Imperio se dirige a Grecia. Roma cesa de ser el centro literario del mundo y se multiplican los focos de cultura en todas las ciudades importantes del orbe. Había llegado la sociedad romana a una edad crítica en que la erudición, la enseñanza, la adquisición de la cultura, se estimaban en más que la originalidad y la inventiva personal.

Los Antoninos, y Hadriano muy particularmente entre ellos, se distinguieron por su afición y protección a las bellas artes y al saber. Jamás los literatos, los profesores, los filósofos, los investigadores, llegaron a ocupar más altos destinos ni se les dió tratamiento más ecuánime. Antes que mirar hacia lo porvenir se auscultaba el pasado. Los hombres cultos se volvieron dilettantes o aficionados, gustando de lo pretérito literario, como suele acaecer en épocas de gran madurez del juicio.

Desde este punto de mira, el emperador Hadriano fué el prototipo del letrado representativo de esta era: helénico por educación y por la índole de su estructura espiritual, abrasábale una sed de saberlo todo, pero en extensión y no en hondura, como lo persigue el verdadero sabio. Poseído de una aguzada sensibilidad, le atraían las cosas más opuestas; de ahí la movilidad de sus preferencias y gustos, que le convirtieron en el hombre de temperamento más ondulante, sinuoso, difícil de analizar y más lleno de matices que darse puede.
Prefirió los más remotos autores latinos a los más cercanos a su siglo.
Fue Plinio el Mozo el secretario de este príncipe, y pasa él por ser el sabio entre los autores romanos.
Esta afición al saber, esta propensión a buscar el origen de las cosas, es otro distingo muy notable del temperamento urano.
La belleza física del adolescente, su dulce, cándido y encendido mirar, su frescura estructural, le conducían a esos transportes del ánimo que paralizan la voluntad y sumen la imaginación en una suerte de eutanasia.

La condición urano no llama jamás al hombre a una felicidad tranquila ni duradera, y Hadriano, griego de alma, como ya lo hemos dicho, esclavo de la voluptuosidad ática, debiera chocar fatalmente con la rústica hombría de los legionarios imperiales.

La pasión del César por su esclavo bitinio Antínoo, y a la que éste correspondió hasta el extremo de sacrificar su vida para aplacar la ira de los dioses y alejarle de alguna desgracia, constituía la ejemplarización de su helenismo platónico. La escultura reprodujo hasta la saciedad el cuerpo y las facciones del favorito, mas no sólo como una deferencia hacia el emperador, sino también porque su beldad extraña y sugerente encarnaba en su modelado, exquisitamente blando, un nuevo tipo de adolescente: la belleza plástica del efebo del siglo II de la Era Cristiana.

***

Mas donde la influencia de Grecia se trasluce con más luminosidad, es en la afición apasionada y entusiasta del amo del mundo por la Arquitectura.
Casi un milenio más tarde, otro soberano del mismo fraterno espíritu, Luis II de Baviera, había de hollar la misma senda, elevando sobre colinas vertiginosas, castillos tan fantásticos como maravillosos.
Miguel Angel, el divino, adolecía asimismo de ese afán de suntuosidad, que pareciera ser privativo del temperamento uránico refinado.
Los hombres en quienes se dan tantas contradictorias calidades, son a menudo insoportables en la intimidad, y así es fácil conjeturar que, en buen urano de tensos y exquisitos nervios, Hadriano se haya hecho elogiar sin tasa por los historiadores y abominar por los de su círculo áureo.

Refieren los cronistas que, a fin de fijar en un sitio determinado cuanto había visto de hermoso en las ciudades y en los pueblos por los cuales había atravesado durante su activísimo reinado, concibió el levantar cerca de la capital de sus dominios, por la cual tenía poca simpatía, un vasto recinto donde habría de reunir los esplendores serenantes de la Hélade y las magnificencias misteriosas del Egipto milenario. Hadriano, preciso es decirlo, era un enamorado de las civilizaciones extintas. Cuando ya cansado del gobierno del Imperio, ya cumplidos los sesenta años, pensó, después de abandonar las riendas de la Administración a su hijo adoptivo, en dar rienda suelta a su pasión por lo bello. Hacía ya dos años que había dotado de hermosísimas construcciones la ondulada cresta de una larga colina que se eleva sobre los postreros contrafuertes de los Apeninos, al pie de la montaña sobre la cual está construído el Tíber. Tratábase de un sitio encantador y saludable, y que, además, ofrecía agradables perspectivas.
Mientras tanto, gobernaba en Roma Antonino, su hijo adoptivo, con toda la cordura que hace suponer el sobrenombre que más tarde le tributaron los pueblos. Hadriano dirigía personalmente las obras de ornato y de edificación que habrían de cubrir una superficie de siete millas romanas. Era consumado arquitecto, a juzgar por el muelle que perpetúa su nombre, donde imitara, para ornamentar su sepulcro, los jardines colgantes de Babilonia. Asimismo se le atribuyen los templos de Venus y de Roma, de que todavía subsisten preciosísimos restos.

Se menta que para la edificación de su "Villa Imperial", se asoció con un artista griego, Demetrio de nombre.
A la imaginación moderna, tan limitada y pedestre bajo muchos aspectos, le parecerá casi un mito el intento cesáreo: agrupar en una especie de museo, único en el mundo, los lugares, las estatuas, los pensiles, los monumentos que el emperador había admirado apasionadamente en sus pacíficas excursiones por las más diversas comarcas. Asimismo propendía el intento de Hadriano, original y atrevido, a realizar sus ensueños de artista y de perspicaz letrado reproduciendo, piedra por piedra, el Lyceo, el Poecilo, la Academia, los Infiernos de Virgilio, el valle de Tempe, de grácil memoria, y el Prytaneo, entre sinnúmero de otras maravillas del mismo jaez.

Esto en cuanto a la segunda patria del emperador. El Egipto hierático estuvo presente en este feérico recinto, en la estatua de Serapis y otras construcciones de la villa de Canope, a la cual siempre aludía el refinado Hadriano con la frase: "Deliciae Canopi".

A lo largo de las descripciones de Sparciano, y de cuantos conocieron la ViIla Hadriana en la época de su lozanía o en la del ocaso de sus gracias, es difícil concebir un sitio más maravilloso y donde se hubieran acumulado más mármoles raros, metales más preciosos, mosaicos más soberbios o estatuas más bellas y otras cosas dignas de perpetuarse a lo largo de las edades. Tanto encanto entrelazado con tanta grandeza llevan el ánimo a pensar en Hadriano, en su mente de sabio, en su alma de artista, en su dinámico espíritu urano, que a una edad en la cual la mayoría de los mortales se tornan insensibles y egoístas, se agita con divino entusiasmo por lo bello y filosófico, ardor temperado sin duda por los amargos presagios de un próximo fin y las remembranzas de los días alciónios (1) de su edad madura.

Dos años cabales después de la iniciación de este noble "otium", moría Hadriano, a los sesenta y dos años de edad. Frente al último enemigo mostróse dueño de ese escepticismo elegante y de esa entereza de "un hombre contra quien se pecó más que él pecara". (2)
Hubiera acaso deseado con sus inclinaciones y gustos, más ese silencio lleno de oro, en el cual el talento se edifica sereno, que esas corrientes políticas que vencen o hacen surgir a grandes caracteres.

Se le atribuye en esos momentos de supremo hastío la composición de unos versos dirigidos a su pequeña alma temblorosa y encantadora:
“Anima vagula blandula,
Hospes comesque corporis!
Quoe nunc abibis in loca?
Palídula, rigida, nudula
Nec, ut soles, dabis jocos?”


El nombre de esta delicia del género humano está asociado a cuanto existe de portentoso en Arquitectura, ya se trate de templos, de fortificaciones, de tumbas o de palacios.
La Villa Hadriana sirvió durante siglos de cantera a Europa: despojada de sus tesoros artísticos por Constantino para la ornamentación de Byzancio, saqueada por los césares de Occidente y asimismo por los romanos pontífices, adictos a la belleza antigua, todavía en el siglo decimoquinto excitaba el asombro cuando no la admiración de quienes contemplaban su fenecida grandeza.

Cuando el fino humanista que fue Pío II la visitó, no pudo menos que prorrumpir, ante tantos admirables peristilos, bóvedas, piscinas, columnas y pórticos, en estas poéticas palabras:

“La vejez todo lo deforma. La hiedra trepa hoy día a lo largo de esas murallas recubiertas otrora de pinturas y de géneros bordados en oro: zarzas y espinas crecen y descansan donde otrora se sentaban tribunos ataviados de púrpura, y serpientes habitan las cámaras de las princesas. Tal es el destino de las cosas perecederas".
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(1) Días bonancibIes: se refiere al alción, ave fabulosa que sólo anidaba sobre un mar tranquilo.
(2) Shakespeare.

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