miércoles, 9 de febrero de 2011

Unos efebos desnudos junto al río



Una aventura juvenil de Belmonte

Juan Belmonte fue uno de los más grandes toreros de la historia.
Amigo y rival de Joselito, juntos protagonizaron la “Edad de Oro” del toreo, hasta la trágica muerte de éste último entre las astas del toro “Bailaor” en una corrida sin importancia y en una plaza de segunda categoría, en mayo de 1920.
De las memorias juveniles de Belmonte, comparto con ustedes esta excitante anécdota:

En las noches de luna, él y cinco muchachos más que anhelaban ser toreros de renombre iban a nadar al Guadalquivir, o pedían prestado un bote pesquero para llegar hasta los corrales de las haciendas, donde se guardaban los toros para corridas más o menos importantes.
Allí separaban del grupo de bestias un animal pequeño, y luego, por turno, lo enfrentaban con sus chaquetas o sus camisas.
Una noche Rivirito –el mayor y más avezado del grupo- cometió un error lamentable que le costó ser herido por el toro. Sus amigos lo levantaron y lo condujeron en brazos hasta el río, completamente desnudos, ya que habían dejado la ropa del otro lado del mismo.
Cuenta Belmonte:

“Íbamos todos como nuestra madre nos parió. Habíamos atravesado el río a nado, para lo cual siempre dejábamos la ropa en la otra orilla. Como era imposible que el herido, que seguía desangrándose, se echase al río a nadar, tuvimos que recorrer un buen trozo de ribera buscando una barca. Dimos al fin con una, y hacia ella nos fuimos llevando en brazos a nuestro pobre camarada. Éramos cinco y el herido.
Estaba baja la marea, y entre la tierra firme y la barca quedaba una ancha faja de fango y juncias en la que se nos hundían los pies al caminar, agobiados por el peso de nuestro compañero herido.


Avanzábamos lenta y trabajosamente, cuando vimos que salía del río y venía hacia la orilla, a nuestro encuentro, un toro grande, gordo y bien puesto de cuerna, que al descubrirnos se quedó encampanado mirando aquella extraña procesión de los cinco torerillos que llevaban a otro en vilo. Hizo el toro un extraño y agachó la cabeza como si fuese a arrancársenos. Creo que lo primero que se nos pasó a todos por las mentes fue tirar al herido y echar a correr. Afortunadamente, el barro en el que teníamos hundidos los pies paralizó nuestra instintiva huida, y de grado o por fuerza nos quedamos allí apiñados con el herido en alto. Al toro debió pasarle algo semejante. Sus patas se clavaban también en el limo, impidiendo la arrancada que había iniciado. En aquel preciso instante alguno musitó:
“¡Quietos! ¡Quietos! ¡Haced el Tancredo!”


Fue maravilloso. Cada cual se quedó, como si fuera de mármol, en la postura en que le cogió la advertencia.
Desnudos, inmóviles, apiñados y sosteniendo en alto el cuerpo exánime de nuestro camarada, debimos componer un curiosísimo grupo escultórico.
El miedo nos dio una rigidez sorprendente.
Había uno al que le cogió con el brazo levantado, y así se estuvo, quieto, quieto, como si lo tuviese fundido en bronce.


El toro, sorprendido, nos miraba de hito en hito.
Avanzó lentamente. Se azotaba con el rabo los ijares, acechando la provocación del más leve ademán.
Nosotros, ofreciéndole impasibles nuestros cuerpos desnudos bañados por la luna, permanecimos como si fuésemos estatuas.


Dio el toro unos pasos más, nos miró, volvió a mirarnos, cada vez más extrañado ante aquel raro monumento escultórico en carne viva erigido en sus dominios. El maldito animal no acababa de convencerse. Cuando parecía que se iba, volvía otra vez la cabeza.
Y así toda una eternidad, hasta que definitivamente volvió grupas aburrido, y arrancando sus pezuñas del fango, una a una, con una lentitud desesperante, se alejó.”

El torerito herido se repuso más tarde.
Toda esta escena contada por Belmonte me hizo recordar la famosa canción de “La luna y el toro”, de la cual hay innumerables versiones.
En este caso, el toro no se enamoró precisamente de la luna, sino de aquella estatua viviente iluminada por el astro nocturno.





Creo que la visión deslumbrante de esos cuerpos jóvenes y perfectos, como un grupo de dioses griegos, hizo que el toro olvidara su ferocidad para rendirse, no ante las artes de un torero, sino ante la belleza divina de aquellos efebos.

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Acerca de la aparición de Juan Belmonte en el ruedo, leemos en unos apuntes históricos de Manuel Gracia:

“La historia de la tauromaquia no registra caso de tan honda pasión popular como el de Juan Belmonte.
Su revelación en la plaza de Sevilla es la efemérides, sin duda, más sensacional del toreo.





En esa tarde de julio de 1912, en un abrir y cerrar de ojos, Juan Belmonte y García paró el curso histórico de las tradiciones toreras.
Su nueva concepción estética del toreo, con fondo y forma sobrenaturales en la ejecución, rompía, ante el asombro de las multitudes, todas las prácticas y leyes aportadas desde siglos por los grandes maestros de la tauromaquia.
Nuevas formas toreras, ampliadas a la máxima expresión del valor, del escalofrío, de grandeza dramática y de serena y plena conciencia.”

Yo soy totalmente ignorante del mundo de la tauromaquia, porque en Uruguay las corridas de toros fueron prohibidas ya desde el comienzo del siglo 20, pero de lo que he leído por ahí, me enteré de esa época de oro del toreo.
Que se caracterizó por la rivalidad de Belmonte, un revolucionario que toreaba con el cuerpo pegado al toro, en actitud casi suicida, y el gran Joselito, fallecido a los 25 años, representante de la escuela clásica del toreo, arte que llevó a la máxima perfección, porque había toreado desde niñito y conocía las reses como nadie.


Belmonte (centro) y Joselito (derecha)


Acerca de la mutua influencia entre Joselito y Belmonte, y del trágico final de ambos, rescato para ustedes estos párrafos tomados de la excelente página



Habían llegado José y Juan a ser grandes amigos. Del mismo modo que José (apodado “Gallito”) acabó toreando en los terrenos de Juan, y Juan aprendiendo la técnica de José, aunque con limitaciones físicas, sus dos personalidades se fueron hermanando. Viajaban juntos en el tren y se cambiaban de vagón al llegar a las estaciones, para no defraudar. Joselito, que lo tenía todo, era muy desgraciado en amores. El día antes de su muerte torearon en Madrid, y Gallito le dijo a Belmonte que debían retirarse, porque así no se podía torear. Juan estaba de acuerdo. Fue una tarde horrible.
José canceló la corrida madrileña del día siguiente y se fue a torear a Talavera. Allí le esperaba la muerte.

Belmonte murió con él. Luego se retiró dos veces, rejoneó, tuvo cortijo, ganado y millones. Envejeció lentamente, entre Madrid, Sevilla y su finca de Utrera. De vez en cuando se le veía en «Los Corales», con sus gafas negras, hablando poco y del tiempo. Tenía en la boca la tristeza de la muerte que fue de otro. Con 70 años, se enamoró sin esperanzas de una flamenca muy joven. Una tarde, salió a pasear a caballo, arreó el ganado, contempló el ocaso, volvió a la casa, subió a su habitación y se pegó un tiro.
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Fuentes consultadas:
-        “Juan Belmonte, Matador de Toros”, por Manuel Chaves Nogales, Alianza Editorial, 1969
-        “Drama y triunfo de Juan Belmonte” por Barnaby Conrad, en revista “Mundial”, 4 de noviembre de 1953


2 comentarios:

  1. Esa es una anécdota de toreros que no conocía (ni podría haber imaginado).

    El cuadro es extraordinario, maneja muy bien las sombras y los tonos de grises. Y la foto final está muy bien elegida.

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    www.artbyarion.blogspot.com

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  2. Gracias por tu comentario, Arion.
    A mí también me fascinó esa imagen desde que la vi. Toda la sensualidad que encierra el estar desnudo junto a tus amigos en esos años de la adolescencia, está conjugada en la imagen con lo dramático de aquel momento.
    Un abrazo, amigo, de mar a mar, de costa a costa, de esta América nuestra.

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