Leemos en la Historia Augusta, que Adriano gustaba del estilo arcaico en la expresión: prefería Catón a Cicerón, Ennio a Virgilio, y Celio a Salustio.
Marguerite Yourcenar lo dice de manera admirable en un pasaje de sus “Memorias de Adriano”:
“...Más tarde preferí la rudeza de Ennio, tan próximo a los orígenes sagrados de la raza, a la sapiente amargura de Lucrecio;
a la generosa soltura de Homero antepuse la humilde parsimonia de Hesíodo.
Gusté por sobre todo de los poetas más complicados y oscuros, que someten mi pensamiento a una difícil gimnástica; los más recientes o los más antiguos, aquellos que me abren caminos novísimos o aquellos que me ayudan a encontrar las huellas
perdidas.”
De las numerosas obras de Ennio (239-169) sólo nos han quedado fragmentos.
El pasaje citado por Birley en relación con los últimos versos de Adriano, corresponde a la tragedia “Andrómaca”, en donde la protagonista dice:
“¡Oh padre, oh patria, oh morada de Príamo, santuario sagrado defendido por resonantes puertas! Yo te vi cuando estabas firme, (rodeada) de suntuosidad asiática, con tus techos cincelados y artesonados y adornada en oro y marfil. Todo esto lo vi consumirse en llamas y a Príamo morir violentamente y cómo el altar de Júpiter se bañaba en sangre. ¡Oh sagrada noche, que recorres de punta a punta las concavidades del cielo con carros de dos caballos, portadores de estrellas! Yo os saludo, elevados templos del Orco, moradas infernales de Aqueronte, pálidos lugares de la muerte, cubiertos de tinieblas.”
Una imprecación tan extraordinaria, que hasta fue plagiada por su contemporáneo Plauto.
Sabemos también que Ennio escribió un poema llamado “Epicarmo”, en el cual narra un sueño o visión en el que el autor cree haber muerto y haber sido transportado a una región, los ‘Acherusia templa’, donde andan vagando las sombras de los muertos. Allí Epicarmo expone a su oyente romano su concepción del mundo, tocada de racionalismo, y sus doctrinas físicas, según las cuales los dioses pasaban a ser interpretados alegóricamente como elementos de la Naturaleza: aire, agua, tierra y fuego.
Ennio escribió tragedias imitadas sobre todo de Eurípides, el poeta griego que hizo aparecer sobre la escena hombres en vez de héroes y alcanzó a escrutar las profundidades del corazón humano.
¿No nos hace recordar esto la afirmación de Flaubert, referida a la época de Adriano, de que no habían dioses en ese momento y el hombre estaba solo frente al universo?
De modo que Adriano tuvo en aquel antiguo poeta una fuente segura de inspiración.
Pero, creo que no sólo le gustaba el estilo arcaizante de Ennio, sino que se sentía identificado con el poeta en otras cosas.
Los dos fueron espíritus inquietos, curiosos, que buscaban nuevos caminos. Adriano, gobernando el Imperio como ningún otro lo hizo antes o después, viajando, interesándose por todo, sin descuidar el bienestar económico y social de sus habitantes.
Ennio, roturando para las letras latinas más de un terreno virgen, introduciendo y adaptando nuevos metros poéticos, como el hexámetro y el tetrámetro jónico cataléctico.
Halló en el latín un dialecto bárbaro, sin amplitud, sin unidad, sin reglas fijas; es indudable que Ennio no puso fin al caos, mas por lo menos disipó las tinieblas del idioma y aproximó la lengua latina a la perfección de la lengua griega.
Los dos fueron valerosos soldados. Adriano, comandaba las tropas de Trajano. Ennio, era centurión. Se hallaba en Cerdeña, participando de la segunda guerra púnica, cuando Catón lo conoció y quedó tan encantado con él que se lo llevó a Roma.
Años después combatió también valerosamente en Etolia.
Los dos eran apasionados helenistas. Adriano, siempre enamorado de todo lo griego. Ennio, nacido en el pueblito de Rudias, en el país de los Peucecios, es decir, en la Magna Grecia, imprimió para siempre en la literatura latina el sello del espíritu y del pensamiento helénicos.
Pero también hay una semejanza en el aspecto erótico. Adriano, enamorado perdidamente de un jovencito bitinio llamado Antinoo, que fue su compañero inseparable por varios años.
Ennio, conviviendo en sus últimos años con su amado Estacio en el Aventino, una de las colinas de Roma.
Al igual que Antinoo, Cecilio Estacio era también de origen oscuro.
Parece que era celta, de la tribu de los ínsubres (*), nacido tal vez en Mediolanum (hoy Milán).
Llegó a Roma como esclavo durante la segunda guerra púnica, y sirvió en la casa de un tal Cecilio, cuyo nombre de familia adoptó después de la manumisión.
Se conservan fragmentos de unas cuarenta comedias escritas por Estacio -en un latín poco correcto-, y es conocida la anécdota de que animó a Terencio a dar al público la ‘Andria’, primera de las comedias de este joven escritor fallecido durante un viaje a Grecia con apenas veinticinco años.
Estacio murió un año después de Ennio, en 168 A.C.
Según el testimonio de Jerónimo, ambos fueron sepultados juntos cerca del Janículo, colina romana al otro lado del Tíber, no lejos de donde Adriano construyó más tarde su mausoleo.
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(*) Los ínsubres eran una colonia de los galos que habitaban cerca del Loira en la Galia Leonesa. Conducida por Belloveso al territorio que se extiende entre el Tesino y el Ada, fueron sometidos bajo el consulado de Pompeyo.
Fuentes:
“Fragmentos de Quinto Ennio”, traducción de Manuel Segura Moreno, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1984
“Literatura Latina” por Alfred Gudeman, Labor, 1952
“Historia de la Literatura Latina” por Agustín Millares, FCE, México, 1971
“Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano”, de Montaner y Simón, 1910 (aprox.)
La imagen de arriba es de un admirable mural de John Singer Sargent, “Apolo en su carro con las horas”.
La segunda, un detalle de “Ifigenia en Áulide”, pintura pompeyana.
La última, una vieja foto del Janículo, donde Roma Eterna conserva un recuerdo de la ciudad de Montevideo.